miércoles, octubre 12, 2005

Dos mujeres exquisitas


Las mujeres son así, especiales, sexys, únicas, sobre todo a la hora de divertirse. Si algo debemos aprender los hombres de ellas, es precisamente eso, pasarla bien sin que nos importe nada.
Amapola, una mujer de 30 años y Andrea, de 40, me lo enseñaron un fin de semana cuando las conocí en la playa. No voy a caer en el simple juego de decir que eran hermosas (porque si lo eran) pero, mas que eso, como dije antes, especiales. La clase de mujer que brilla más allá de su cuerpo, que le da verdad a su belleza por su actitud. Amapola y Andrea no eran modelos publicitarias, y qué suerte que así fuera: eran mujeres de verdad, reales, graciosas, libres, en fin, no eran un tapa de revista, ni una imagen porno.
Y ahí estaban una mañana cuando bajé a la playa para disfrutar del sol, riéndose de algo, mojándose los pies en la espuma del mar, indiferentes a mí, por supuesto. Eran las reinas del mar, ajenas al mundo, felices, radiantes, mostrando sus cuerpos reales, relajados, llenos de vida.
Traté de parecer indiferente y me tendí cerca de ellas. Cuando cerré los ojos me propuse olvidarme de esas mujeres y hacer lo que había ido a hacer: descansar, olvidar el mundo, poner la mente en blanco, abstraerme hasta del sexo para, como dicen los músicos, “afinar” mi alma. Pero las horas subsiguientes me demostrarían que los planes deben hacerse teniendo en cuenta el factor de la imprevisibilidad.
Minutos más tarde, había logrado que sus risas, el murmullo que me llegaba de sus voces y el sonido del mar, se convirtieran en un suave arrullo para dormir, pero el abrupto silencio que sentí cuando ellas se callaron me despertó de golpe. Abrí los ojos y descubrí que ya no estaban.
“Bueno”, me dije, “al diablo con ellas. He venido al mar para despejarme de todo y es lo que haré”. Así, me metí en el mar, nadé un poco y, con los músculos relajados de tanta agua salada”, volví a tirarme al sol para dormitar.
Estaba soñando con algo que no recuerdo cuando algo me cayó en la cara. Me asusté y me desperté sobresaltado. Allí estaban Amapola y Andrea con carita de ángeles, buscando las mejores palabras para pedirme perdón porque habían dejado caer una toalla sobre mí mientras pasaban a mi lado.
Al abrir los ojos, lo primero que vi fue sus piernas y mis ojos fueron subiendo como si fueran mis manos recorriéndolas, hasta que mi visión se completó: tenían unos cuerpos vivos, bronceados y tentadores.
Pasé mi vista por sus pechos, y al fin los tres nos miramos cara a cara. Ellas, riéndose, me pidieron perdón y, para compensarme por el contratiempo, me invitaron a cenar en la cabaña en la que estaban. Por supuesto, acepté, aunque más tarde me culpé de ser tan débil y no respetar los verdaderos motivos de mi viaje. Sin embargo, horas más tarde descubriría, asombrado y feliz, que la vida tiene caminos insólitos cuando uno se deja llevar, y que las enseñanzas, como me sucede desde esa noche, siempre vienen de las mujeres, sobre todo, de las mayores de 30 años. Ellas, me están enseñando a vivir plenamente.
Llegué a la cabaña cerca de las ocho de la noche, cuando el sol, como aletargado, caía sobre el mar y pintaba sus aguas de un rojizo esfumado, iba acompañado de un buen vino blanco espumante, que se me ocurrió especial para la ocasión. Soplaba una brisa cálida y la noche parecía mágica. Desde el interior de la cabaña, llegaba el sonido agradable de un hermoso tema de jazz y subí los escalones de madera despacio, tal vez, como disfrutando anticipadamente de un largo atardecer.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que bien ordenaste las ideas,me gusta muy buena empezada...
Seguirè de cerca esta historia a ver como acaba........

Anónimo dijo...

Que cosa mas curiosa, creo haberla
experimentado antes,puede haber sido un sueño del que no queria despertar....
chau.