jueves, octubre 13, 2005

Dos mujeres exquisitas (II)


Me recibió Amapola. Iba vestida con un vestido amarillo, bastante transparente y llevaba un pañuelo en la cabeza, toda ella olía a leche bronceadora de coco y vainillas. Enseguida la desee.
Me invitó a pasar y se apresuró a convidarme una copa del vino blanco. Charlamos un rato, y luego se nos sumó Andrea que iba vestida un poco más atrevida que Amapola porque llevaba una polera de jersey azul muy ajustada y una minifalda de jeans , muy corta por cierto, y también tenía ese mismo aroma hechicero de su amiga.
Los tres charlamos, nos contamos nuestras vidas, nos reímos de esas anécdotas de ocasión que uno recuerda para romper el hielo (no muy arriesgadas, claro) y luego Amapola trajo la comida: camarones acompañados con una ensalada muy fresca y una riquísima salsa de crema y nuez moscada (y algo más que no me revelaron porque según me dijeron era el ingrediente secreto). El postre, que pusieron al lado en una fuente: frambuesas y frutillas con una salsa de yogurt.
Comimos, seguimos charlando y después de un buen rato y de tres botellas de vino, los tres estábamos bastante alegres y relajados.
Amapola propuso poner un poco de música más movida, con el volumen más alto, y salimos afuera a bailar. A pesar de mi repentino mareo por el alcohol, no pude evitar mirar cómo sus pechos iban y venían al ritmo de una movida música brasileña que pusieron para divertirnos.
Los tres reíamos, bailábamos y seguíamos tomando ese rico vino blanco espumante que no dejaba de subirnos a la cabeza. Hasta que nos abrazamos porque de otra forma corríamos el riesgo de caernos por el ligero mareo producto del alcohol.
Fue cuando volví a sentir, pero ahora invadiendo la habitación completa, ese aroma increíble de coco y vainillas de ambas y me olvidé de todo para besarles los hombros a las dos que no dejaron de reírse.
Enseguida me separé de ellas y me disculpé por lo que había hecho. Ellas se miraron entre sí, sonrieron, se acercaron a mí y empezaron a mover sus hombros al rito de la música. Me di cuenta que no hacía falta más explicación para la invitación que me estaban enviando, por lo que me volví a acercar a ellas y traté, nuevamente, de besar sus hombros, pero ni Amapola ni Andrea, dejaron que fuera tan fácil, y jugaron a no dejarse besar.
Al fin, fueron ellas las que me abrazaron por la cintura y me desabrocharon la camisa para besarme los hombros y la espalda. De pronto, sin darme cuenta, tenía una mujer por delante bajando con sus labios y sus dedos por mi pecho hasta mi vientre, y otra mujer haciendo lo mismo, pero por mi espalda.
Realmente, no sabía qué hacer, si quedarme quieto, o proponer otra cosa, pero tampoco quería pasar por tonto. Me pareció que lo mejor era ser honesto, ciento por ciento honesto, y me quedé quieto, cerrando los ojos y disfrutando esas caricias sabias y sensuales que dos mujeres maravillosas me estaban obsequiando, y cuando una mujer obsequia algo así a un hombre, es porque uno ha sido elegido por la reina, y eso hay que aceptarlo sí o sí, gozarlo y agradecerlo sintiendo ese obsequio en todo el cuerpo y en toda el alma.
Me desnudaron por completo y, de repente, se apartaron de mí para mirarme. Otra vez, como cómplices expertas se miraron, sonrieron y empezaron a besarme lentamente, a jugar con sus lenguas y a acariciarme con una delicadeza digna del contacto de la mano con una porcelana china. Pero a la vez, se tocaban con sus pechos, casi como al pasar, en un dulce juego que me excitaba muchísimo. Sin duda, la belleza de un cuerpo real, caliente y vivo, se debe tratar, al principio, con la dedicación de un artesano. Enseguida comprendí que no estaban protagonizando obscenamente una barata escena de sexo lésbico, sino que me estaban indicando y enseñando a como querían ser tratadas. Eran sin duda un para de mujeres de verdad. Y agradecí ese gesto.
Me sumé a ellas y traté de imitar sus movimientos en todo, hasta que, merced a nuestros abrazos y caricias, ellas dos también quedaron completamente desnudas, y pude sentir en cada centímetro de mi cuerpo, sus pieles suaves, sus sexos húmedos en mis piernas y sus pechos orgullosos y despiertos pegados a mí.
Luego, las dos, alternadamente se dedicaron a acariciar mi virilidad con una suavidad increíble, como si trataran de mostrarme que el placer es una obra de arte, y no una tonta costumbre.

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