lunes, febrero 27, 2006

La inocencia de Angélica (Cap. I)



El sol reverberaba aquella tarde en las techumbres lustrosas de la villa. Una sensación de malestar invadía cada rincón. Nadie escapaba a esa humedad fatigosa.
Pero al pie de la única colina del valle, en la conocida casa de Francine, su hija Angélica, trataba de paliar los efectos del calor, recurriendo a un método sencillo y primitivo: reposar a la sombra de un árbol, en este caso del viejo ciprés de su casa materna. Sin embargo, había agregado un elemento a este sistema, que lo convertía en una forma exquisita de huir del agobio estival. La hermosa Angélica eludía los rayos solares provista sólo de su cabello rubio, sedoso y larguísimo y cómo única vestimenta la suave tela semitrasparente de una cortina. Le gustaba sentir sobre su piel la sedosidad y frescura de ese tejido.
Cualquier ojo curioso y audaz habría visto aquel paisaje con entera libertad, pero Angélica sabía lo difícil de la vista por aquél lado de la colina, tan desierto y abrasante como el Sahara. Tal idea aseguraba a Angélica un descanso tranquilo, sin cuidado, como si estuviera sola en el mundo.
La muchacha era hermosa como su madre, de 17 años impulsivos, sus rasgos delicadamente femeninos eran realzados por sus ojos de un azul profundo, enmarcados en hilos dorados que caían sobre sus hombros hasta bordear sus caderas, dándole un aire de frescura virginal. Esta imagen era la que tenían todos los hombres del lugar, pues nadie habría osado ir más allá en el conocimiento de la joven.
Angélica era intensamente feliz y en ello pensaba allí, recostada sobre la áspera superficie del árbol. Sus cabellos pendía y sus pechos cremosos y blancos se movían a lado y lado. A instantes sus piernas reposaban una sobre otra y luego caían a los flancos, buscando que la brisa leve surcara entre el abismo de sus muslos separados, llevando su aliento atrevido a besar cada pliegue que era ofrecido por la joven a su veneración.
Desde hacia un tiempo que Angélica había comenzado a sentir en su corazón un nuevo latido, había descubierto que su cuerpo adquiría formas que la igualaban a Francine, su madre admirada. No había podido dejar de sentir las miradas ansiosas de cuanto hombre se cruzara en su camino. Al principio no entendía el porqué, pero cuando a solas en su cuarto, una tarde se detuvo a contemplarse frente a un gran espejo y vio la altivez de sus senos, la perfecta redondez de sus nalgas prolongadas en dos muslos estupendos, el remate de su vientre en un bosquecillo dorado, comprendió la razón de las miradas.
Con esta suerte de revelación, Angélica comenzó a sentirse bien con las miradas
de los muchachos, a buscarlas. Vestía ceñidos jeans y blusas descuidadamente desabrochadas, tratando de destacar con sus ropas lo más significativo de su anatomía.
Las actitudes de la joven no podían pasar inadvertidas por los hombres de la villa y, cual más cual menos, buscaban la forma de llegar a Angélica en el momento más propicio, capitalizar a su favor tales actitudes, con el fin de satisfacer sus instintos, azuzados por la presencia atrevida y osada de la grácil doncella.
Angélica continuaba deleitándose con la brisa sin imaginar que era observada. Los rigores del calor no habían amedrentado a Pedro y Camilo, dos compinches, que, ocultos ahora tras un seto, miraban con ojos impúdicos el espectáculo magnifico, que sin querer, ofrecía Angélica.
La joven se deleitaba sobre al amistoso tronco del ciprés, buscando las posiciones más irreverentes, tan pronto abría sus piernas ofreciendo al vientecillo estival sus rosados pliegues virginales, agitando cual si fueran alas la tela sedosa, como se volvía, entreabriendo sus nalgas y revelando al árbol sus más increíbles secretos.
Tras el seto, el dúo no podía creer lo que veía: el cuerpo de Angélica estaba allí a unos pasos, a su entera disposición, y además se les ofrecía con semejante preámbulo. La joven, completamente descuidada, exhibía su carne sin trabas, el cabello rubio y el velo eran la única defensa que ella oponía a los espías. Pedro fue el que no soportó más y cediendo a su cuerpo saltó el pequeño cerco, quedando frente a Angélica. La joven dio un respingo, asustada y recogió el velo para cubrirse. No atinaba a decir palabra, la situación era inesperada. Pedro sacó provecho de ese segundo de desconcierto y avanzó resuelto hacia ella. Le habló con suavidad y estiró sus manos para alzar las de Angélica que cubrían apenas sus pechos; ante el monumento a la perfección rindió homenaje, besando con lujuria, con pasión inmoderada las curvas deliciosas, los pezones de frambuesa. Angélica cerró los ojos, sentía los labios ásperos del hombre recorriendo su piel, quería quitarlos, gritar, pero los dedos del tipo le oprimían su boca. Sintió que eran abiertas sus piernas con fuerza, que una mano gruesa apretaba su sexo de oro, quería correr, pero nada en su cuerpo se movía, un dedo hurgaba entre sus carnes nuevas, sintió un gran dolor, le apretaba, pero no gritó, sólo su corazón quería saltar del pecho.
El hombre daba rienda suelta a sus emociones, estaba trastornado por la facilidad con que había logrado tener entre sus manos aquel tesoro largamente deseado. Alzó a la desmayada Angélica y la tendió sobre el pasto caliente. Luego, presa de un erotismo desenfrenado se colocó a horcajadas sobre el vientre desnudo de la joven y prestamente lanzó sobre ella, entre los pechos, su miembro tremendamente hinchado, para luego bajar y arremeter con fiereza indominada sobre la región inexplorada de Angélica, pero se encontró con una resistencia tenaz, su verga chocó con una muralla cerrada. A pesar de que el cuerpo de Angélica yacía inerte y que Pedro la manejaba a su antojo, la profanación era imposible. Una y otra vez se estrelló contra el sexo de la joven, el que apenas se entreabría. La torpeza y fiebre con que actuaba el muchacho le hacían sentir que su delirio sucumbía. Decidió probar por entre las nalgas de la joven, atinando a voltear su cuerpo, justo a tiempo para soltar su líquido llameante en medio del trasero exquisito de la muchacha. Pedro quedó allí, tendido al lado de Angélica, agotado por el esfuerzo. Fue este instante que aprovechó Camilo, más paciente que su amigote, para aparecer en escena. Pedro se alejó refunfuñando pero satisfecho con el magro botín obtenido.
Camilo comenzó a despertar a la muchacha con suavidad. No tardó ésta en salir de su inconciencia por las solícitas atenciones del joven, que casi no resistía la tentación de ceder en sus planes tan elaborados y precipitarse sobre aquel cuerpo indefenso, tal como había hecho Pedro.
(Continuará...)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Caballero, te diré que estoy ansiosa por leer el siguiente capitulo, que atmosfera tan deliciosa.

Solo en la Oscuridad dijo...

Es impresionante como logras crear imagenes mentales a traves de tus letras y por ello dar por resultado cirto morbo y ansiedad por saber que es lo que pueda llegar a pasar....saludos

Caballero Audaz dijo...

Elsa: ya va el segundo capitulo, no te impacientes....,

Solo en la oscuridad: gracias por tu comentario, es bueno saber que transmito ansiedad y buenas imágenes....