
¡Qué viva la imaginación!
No sé a cuál de los dos se nos ocurrió la retorcida idea, porque –para ser sinceros–, nuestra perversidad va cada día en aumento y en ocasiones pareciera no tener límite. Él quería confirmar, una vez más, el innegable poder que tiene sobre mí y yo deseaba, además de complacerlo, probar algo nuevo. Lo cierto es que aquella tarde nos fuimos a un sex shop, compramos uno de esos novedosos vibradores con telecomando que vimos en las estanterías y en el mismo centro comercial nos dispusimos a utilizarlo.
Entramos a uno de los numerosos cafés, nos sentamos en una de las pocas mesas desocupadas. Esperamos durante varios minutos, hasta que por fin se acercó uno de los mesoneros a traernos el menú. Como no estábamos interesados en lo que comeríamos o beberíamos, apenas lo vimos por encima y ordenamos dos capuccinos.
El sitio estaba abarrotado a esa hora y tardaban mucho en traernos la orden. Mi impaciencia iba aumentando a cada minuto. Tamborileaba los dedos sobre la mesa, me pasaba la mano por el cabello, miraba nerviosa a mi alrededor. Por el contrario, él lucía tranquilo. Encendió un cigarrillo, observó despreocupado las mesas cercanas y me dijo que me tranquilizara.
Intenté serenarme, pero la anticipación de lo que estábamos por hacer me excitaba sobremanera. Cuando ya no pude resistir más me levanté para ir al sanitario de damas. Una vez allí destapé el envoltorio y tomé la mariposa de silicona entre mis manos. Admiré la bella forma y los hermosos colores de las alas, así como la suavidad del material. Toqué la pequeña lengüeta para estimular el clítoris, sin poder evitar un ligero estremecimiento.
Pero lo que más me llamaba la atención del aparato era el pene de gel adherido a la mariposa. Según la publicidad y las instrucciones del empaque este aditamento servía para aumentar la sensación vibratoria, prometiendo “un nuevo estado de locura y excitación”. Lo cual a todas luces era cierto, porque nunca había estado tan agitada como ahora y ni siquiera había empezado a utilizarlo.
Procedí a lavar todo. Me quité las pantys y la tanga que llevaba puesta y coloqué los elásticos alrededor de las caderas, cuidándome de ubicar la mariposa de forma que cubriera todo mi monte de Venus, que la lengüeta quedara en contacto con mi clítoris y el vibrador bien dentro de mí. La primera sensación era de absoluta comodidad. Empinándome un poco, me observé en el espejo del sanitario para ver si las correas elásticas resaltaban a través de la falda que usaba.
–Nada, no se nota absolutamente nada –me dije, muy satisfecha de nuestra nueva adquisición. Tomé el control remoto y presioné el botón de on para probar su funcionamiento. Sentí la suave, lenta y sabrosa vibración dentro y fuera de mi vulva, así como la ligera presión sobre el clítoris. Ni siquiera en el silencio de ese lugar se escuchaba el menor zumbido del aparato funcionando. Aumenté un poco tanto la velocidad como la intensidad. El cambio se notaba a la perfección.
Las ondas me estimulaban el clítoris. Ya lo podía adivinar irguiéndose duro, rosáceo y pulsante fuera de su capuchón, buscando el contacto con aquella lengüeta que encerraba tantas promesas de placer. Los labios mayores también se agitaban con las pulsaciones de la mariposa, que parecía haber cobrado vida y estar revoloteando sobre mi sexo, enardecido por las intensas caricias. Aquellas vibraciones se replicaban en el pene de gel que me penetraba. Sentía cómo ésta se iba humedeciendo, calentándose y transformándose en un órgano vivo que pulsaba, se contraía y latía por voluntad propia.
Yo estaba realmente excitada por lo novedoso y lo atrevido de la situación. Poco a poco fui subiendo la intensidad y la velocidad, llevándolas al máximo. En ese momento cerré los ojos para concentrarme únicamente en lo que estaba sintiendo. Todo mi cuerpo temblaba, haciendo eco de las vibraciones de la lengüeta, la mariposa y el pene. Aquel movimiento oscilatorio se había apoderado incluso de mi cerebro, la cabeza me daba vueltas y tuve que recostarme a la pared para no caer.
Entonces sentí el orgasmo nacer lento pero inexorable en mi interior; creciendo a pasos enormes, decididos, seguros; conquistando valles, montañas, hondonadas y precipicios; aumentando con una fuerza trepidante que devastaba todo ápice de conciencia; expandiéndose hasta lo más recóndito de mi cuerpo entregado por completo a aquel momento lujurioso; hasta que finalmente estalló en cada célula de mi cuerpo, mi mente, mi alma.
Abrumada ante la potencia del clímax, apagué al aparato y me senté en el inodoro, respirando hondo y tratando de recuperar la compostura. Mi entrepierna rezumaba. Retiré la mariposa y el pene, metí dos dedos en mi interior, los empapé bien y los chupé con fruición.
–Sí, ¡es justo lo que queríamos! –exclamé contenta. Me limpié lo mejor que pude y volví a colocarme el aparato. Salí del sanitario, dirigiéndome a nuestra mesa.
Ya me esperaba la taza humeante, el emparedado y él, muerto de curiosidad e impaciente por mi tardanza. Me senté sin decirle nada y fingí acomodarme la media. Tomé el emparedado, le di un mordisco y empecé a masticar con deliberada lentitud.
–¿Qué tal? –me preguntó, aparentando una calma que, yo sabía, estaba muy lejos de sentir.
–Bien –le respondí, fingiendo indiferencia.
–¿Te lo pusiste? –insistió, cada vez más ansioso.
–Sí –e contesté de manera escueta. Quería que experimentara el mismo nerviosismo y expectación que yo había sentido antes. Al parecer lo estaba logrando, porque ahí mismo me lanzó otra pregunta:
–¿Y qué tal?
–Bien, se siente muy bien.
–Estupendo –comentó como al descuido, refugiándose una vez más tras la máscara de despreocupación que había utilizado antes y que casi me había sacado de mis casillas. Para picar aún más su curiosidad, sonreí enigmáticamente mientras me inclinaba hacia la mesa para agarrar la cucharilla y probar la crema del capuccino. A propósito dejé un poco sobre mis labios y me los relamí, dejando escapar un sonoro suspiro.
–¡Exquisito! –dije, recostándome cómoda en la silla. Entonces dos segundos después inquirió en un tono casi suplicante:
–¿Lo probaste?
–Sí – le respondí.
–¿Te gustó? –me miró directamente a los ojos, tratando de leer en ellos la intensidad de la experiencia que hacía apenas unos minutos yo había vivido en la privacidad del sanitario.
–Mucho. Me gustó y lo disfruté mucho –contesté con absoluta sinceridad. Me incorporé en la silla, agregando: –Aquí tienes el control remoto.
–¡Perfecto! Vamos a divertirnos – dijo, acercándose a mí y dándome un tierno beso en los labios.
–Sin embargo, debo advertirte… –decía pero en ese mismo instante y sin previo aviso él activó el aparato. Tuve un sobresalto por lo inesperado e iba a reclamarle, pero recordé que precisamente ese era el propósito de nuestro juego de hoy: dejar que él tuviera el control sobre mí. Bueno, podría decir “que tuviera más control sobre mí”. Así que guardé silencio y me concentré en mis sensaciones, en tanto él se dedicaba a regular la intensidad y la velocidad del aparato mediante el telecomando.
Poco a poco el placer se iba apoderando de mí, a medida que las vibraciones se hacían más o menos intensas y más o menos rápidas por decisión de él. Yo sentía una mezcla de pudor, por estar siendo masturbada en un lugar público abarrotado de gente; de excitación, debido a la perversa situación de encontrarme a su merced; de entrega, ya que estaba absolutamente en sus manos; y de preocupación, porque había experimentado en carne propia la potencia del orgasmo producido por aquel aparato que ahora vibraba dentro de mí y pulsaba contra mi clítoris.
Él movía los controles y me veía fijamente, queriendo adivinar lo que yo estaba sintiendo en ese momento, concentrándose en percibir el efecto de sus cambios en mi cuerpo. Entonces, como me conoce tan bien y sabe que la anticipación me enloquece, decidió anunciarme lo que haría:
–Voy a aumentar… al tope.
Era el momento que tanto temía. El recuerdo del orgasmo aún estaba fresco en mi mente y en mi cuerpo, sólo que no sabía si ahora tendría la misma potencia del anterior y cómo me iba a comportar en caso de que así fuera. Era harto evidente que él estaba disfrutando cada segundo, viendo cómo me debatía entre tantos sentimientos y pensamientos encontrados.
Por una parte, intentaba aparentar calma y naturalidad cuando en realidad mi cuerpo se había transformado en un torbellino. Permanecía recostada del respaldo con las piernas cruzadas, cuando deseaba revolverme en mi asiento y gritar como una desenfrenada, enloquecida por aquel placentero suplicio. Por la otra, quería que él aumentara la velocidad y la intensidad y me hiciera acabar de una vez por todas. Sin embargo, no percibí ningún cambio en las vibraciones; muy por el contrario, sentí apagarse el aparato. Al verlo me topé con su sonrisa burlona.
–¡Bastardo! –murmuré entre dientes, notando cómo el placer y el inminente orgasmo desaparecían.
–¿Te quedaste con las ganas? –preguntó, riéndose ya a carcajadas.
Yo estaba furiosa e hice ademán de arrebatarle el control remoto, pero él me detuvo en seco:
–No, no te atrevas.
Las lágrimas estaban a punto de saltárseme. No podía con el desasosiego ni la rabia. Respiré hondo y le pregunté:
–¿Podemos irnos a casa?
–Creí que querías acabar en público –retrucó, burlándose de mí–. Me habías dicho que era una de tus más anheladas fantasías, por lo cual corrí presuroso a cumplírtela.
–Eso dije, pero ya no lo quiero hacer – le dije, desafiante.
–¿Por qué?
–Hay demasiada gente.
–¿Y eso qué importa?
–Pues… –no encontraba forma de explicarle que aquella fantasía loca que se me había ocurrido ahora me daba vergüenza y temor. Entonces escuché aquella voz dulce, que tanta seguridad me inspiraba:
–Tranquilízate. Pago y nos marchamos a casa.
Efectivamente lo hizo así, sólo que mientras caminábamos por uno de los pasillos –afortunadamente casi desierto–, volvió a encender el aparato. Grité y algunas personas se voltearon a ver qué sucedía. Él aprovechó para recostarme a una columna y apretujarse contra mi cuerpo, en tanto me susurraba al oído:
–Usa tu imaginación, amor. Cierra los ojos y recréate. Sueña que estás en otro sitio, en nuestra casa, en la playa, donde quieras. Usa tu imaginación, puta. Piensa que es mi lengua la que te lame el clítoris, mis manos las que te frotan el pubis, mi sexo el que te está penetrando. Usa tu imaginación, zorra.
–Sí, sí, sí –decía yo, entregada al goce, transportada por aquellas palabras que siempre me calentaban y percibiendo como él regulaba el telecomando según me iba hablando. Su tono de voz dejaba entrever su excitación, aumentando aún más la mía. Volví a sentir la proximidad del clímax y me rendí a él sin la menor resistencia.
(Publicado por cortesía de Anamar González y los editores de Voyeur)
Entramos a uno de los numerosos cafés, nos sentamos en una de las pocas mesas desocupadas. Esperamos durante varios minutos, hasta que por fin se acercó uno de los mesoneros a traernos el menú. Como no estábamos interesados en lo que comeríamos o beberíamos, apenas lo vimos por encima y ordenamos dos capuccinos.
El sitio estaba abarrotado a esa hora y tardaban mucho en traernos la orden. Mi impaciencia iba aumentando a cada minuto. Tamborileaba los dedos sobre la mesa, me pasaba la mano por el cabello, miraba nerviosa a mi alrededor. Por el contrario, él lucía tranquilo. Encendió un cigarrillo, observó despreocupado las mesas cercanas y me dijo que me tranquilizara.
Intenté serenarme, pero la anticipación de lo que estábamos por hacer me excitaba sobremanera. Cuando ya no pude resistir más me levanté para ir al sanitario de damas. Una vez allí destapé el envoltorio y tomé la mariposa de silicona entre mis manos. Admiré la bella forma y los hermosos colores de las alas, así como la suavidad del material. Toqué la pequeña lengüeta para estimular el clítoris, sin poder evitar un ligero estremecimiento.
Pero lo que más me llamaba la atención del aparato era el pene de gel adherido a la mariposa. Según la publicidad y las instrucciones del empaque este aditamento servía para aumentar la sensación vibratoria, prometiendo “un nuevo estado de locura y excitación”. Lo cual a todas luces era cierto, porque nunca había estado tan agitada como ahora y ni siquiera había empezado a utilizarlo.
Procedí a lavar todo. Me quité las pantys y la tanga que llevaba puesta y coloqué los elásticos alrededor de las caderas, cuidándome de ubicar la mariposa de forma que cubriera todo mi monte de Venus, que la lengüeta quedara en contacto con mi clítoris y el vibrador bien dentro de mí. La primera sensación era de absoluta comodidad. Empinándome un poco, me observé en el espejo del sanitario para ver si las correas elásticas resaltaban a través de la falda que usaba.
–Nada, no se nota absolutamente nada –me dije, muy satisfecha de nuestra nueva adquisición. Tomé el control remoto y presioné el botón de on para probar su funcionamiento. Sentí la suave, lenta y sabrosa vibración dentro y fuera de mi vulva, así como la ligera presión sobre el clítoris. Ni siquiera en el silencio de ese lugar se escuchaba el menor zumbido del aparato funcionando. Aumenté un poco tanto la velocidad como la intensidad. El cambio se notaba a la perfección.
Las ondas me estimulaban el clítoris. Ya lo podía adivinar irguiéndose duro, rosáceo y pulsante fuera de su capuchón, buscando el contacto con aquella lengüeta que encerraba tantas promesas de placer. Los labios mayores también se agitaban con las pulsaciones de la mariposa, que parecía haber cobrado vida y estar revoloteando sobre mi sexo, enardecido por las intensas caricias. Aquellas vibraciones se replicaban en el pene de gel que me penetraba. Sentía cómo ésta se iba humedeciendo, calentándose y transformándose en un órgano vivo que pulsaba, se contraía y latía por voluntad propia.
Yo estaba realmente excitada por lo novedoso y lo atrevido de la situación. Poco a poco fui subiendo la intensidad y la velocidad, llevándolas al máximo. En ese momento cerré los ojos para concentrarme únicamente en lo que estaba sintiendo. Todo mi cuerpo temblaba, haciendo eco de las vibraciones de la lengüeta, la mariposa y el pene. Aquel movimiento oscilatorio se había apoderado incluso de mi cerebro, la cabeza me daba vueltas y tuve que recostarme a la pared para no caer.
Entonces sentí el orgasmo nacer lento pero inexorable en mi interior; creciendo a pasos enormes, decididos, seguros; conquistando valles, montañas, hondonadas y precipicios; aumentando con una fuerza trepidante que devastaba todo ápice de conciencia; expandiéndose hasta lo más recóndito de mi cuerpo entregado por completo a aquel momento lujurioso; hasta que finalmente estalló en cada célula de mi cuerpo, mi mente, mi alma.
Abrumada ante la potencia del clímax, apagué al aparato y me senté en el inodoro, respirando hondo y tratando de recuperar la compostura. Mi entrepierna rezumaba. Retiré la mariposa y el pene, metí dos dedos en mi interior, los empapé bien y los chupé con fruición.
–Sí, ¡es justo lo que queríamos! –exclamé contenta. Me limpié lo mejor que pude y volví a colocarme el aparato. Salí del sanitario, dirigiéndome a nuestra mesa.
Ya me esperaba la taza humeante, el emparedado y él, muerto de curiosidad e impaciente por mi tardanza. Me senté sin decirle nada y fingí acomodarme la media. Tomé el emparedado, le di un mordisco y empecé a masticar con deliberada lentitud.
–¿Qué tal? –me preguntó, aparentando una calma que, yo sabía, estaba muy lejos de sentir.
–Bien –le respondí, fingiendo indiferencia.
–¿Te lo pusiste? –insistió, cada vez más ansioso.
–Sí –e contesté de manera escueta. Quería que experimentara el mismo nerviosismo y expectación que yo había sentido antes. Al parecer lo estaba logrando, porque ahí mismo me lanzó otra pregunta:
–¿Y qué tal?
–Bien, se siente muy bien.
–Estupendo –comentó como al descuido, refugiándose una vez más tras la máscara de despreocupación que había utilizado antes y que casi me había sacado de mis casillas. Para picar aún más su curiosidad, sonreí enigmáticamente mientras me inclinaba hacia la mesa para agarrar la cucharilla y probar la crema del capuccino. A propósito dejé un poco sobre mis labios y me los relamí, dejando escapar un sonoro suspiro.
–¡Exquisito! –dije, recostándome cómoda en la silla. Entonces dos segundos después inquirió en un tono casi suplicante:
–¿Lo probaste?
–Sí – le respondí.
–¿Te gustó? –me miró directamente a los ojos, tratando de leer en ellos la intensidad de la experiencia que hacía apenas unos minutos yo había vivido en la privacidad del sanitario.
–Mucho. Me gustó y lo disfruté mucho –contesté con absoluta sinceridad. Me incorporé en la silla, agregando: –Aquí tienes el control remoto.
–¡Perfecto! Vamos a divertirnos – dijo, acercándose a mí y dándome un tierno beso en los labios.
–Sin embargo, debo advertirte… –decía pero en ese mismo instante y sin previo aviso él activó el aparato. Tuve un sobresalto por lo inesperado e iba a reclamarle, pero recordé que precisamente ese era el propósito de nuestro juego de hoy: dejar que él tuviera el control sobre mí. Bueno, podría decir “que tuviera más control sobre mí”. Así que guardé silencio y me concentré en mis sensaciones, en tanto él se dedicaba a regular la intensidad y la velocidad del aparato mediante el telecomando.
Poco a poco el placer se iba apoderando de mí, a medida que las vibraciones se hacían más o menos intensas y más o menos rápidas por decisión de él. Yo sentía una mezcla de pudor, por estar siendo masturbada en un lugar público abarrotado de gente; de excitación, debido a la perversa situación de encontrarme a su merced; de entrega, ya que estaba absolutamente en sus manos; y de preocupación, porque había experimentado en carne propia la potencia del orgasmo producido por aquel aparato que ahora vibraba dentro de mí y pulsaba contra mi clítoris.
Él movía los controles y me veía fijamente, queriendo adivinar lo que yo estaba sintiendo en ese momento, concentrándose en percibir el efecto de sus cambios en mi cuerpo. Entonces, como me conoce tan bien y sabe que la anticipación me enloquece, decidió anunciarme lo que haría:
–Voy a aumentar… al tope.
Era el momento que tanto temía. El recuerdo del orgasmo aún estaba fresco en mi mente y en mi cuerpo, sólo que no sabía si ahora tendría la misma potencia del anterior y cómo me iba a comportar en caso de que así fuera. Era harto evidente que él estaba disfrutando cada segundo, viendo cómo me debatía entre tantos sentimientos y pensamientos encontrados.
Por una parte, intentaba aparentar calma y naturalidad cuando en realidad mi cuerpo se había transformado en un torbellino. Permanecía recostada del respaldo con las piernas cruzadas, cuando deseaba revolverme en mi asiento y gritar como una desenfrenada, enloquecida por aquel placentero suplicio. Por la otra, quería que él aumentara la velocidad y la intensidad y me hiciera acabar de una vez por todas. Sin embargo, no percibí ningún cambio en las vibraciones; muy por el contrario, sentí apagarse el aparato. Al verlo me topé con su sonrisa burlona.
–¡Bastardo! –murmuré entre dientes, notando cómo el placer y el inminente orgasmo desaparecían.
–¿Te quedaste con las ganas? –preguntó, riéndose ya a carcajadas.
Yo estaba furiosa e hice ademán de arrebatarle el control remoto, pero él me detuvo en seco:
–No, no te atrevas.
Las lágrimas estaban a punto de saltárseme. No podía con el desasosiego ni la rabia. Respiré hondo y le pregunté:
–¿Podemos irnos a casa?
–Creí que querías acabar en público –retrucó, burlándose de mí–. Me habías dicho que era una de tus más anheladas fantasías, por lo cual corrí presuroso a cumplírtela.
–Eso dije, pero ya no lo quiero hacer – le dije, desafiante.
–¿Por qué?
–Hay demasiada gente.
–¿Y eso qué importa?
–Pues… –no encontraba forma de explicarle que aquella fantasía loca que se me había ocurrido ahora me daba vergüenza y temor. Entonces escuché aquella voz dulce, que tanta seguridad me inspiraba:
–Tranquilízate. Pago y nos marchamos a casa.
Efectivamente lo hizo así, sólo que mientras caminábamos por uno de los pasillos –afortunadamente casi desierto–, volvió a encender el aparato. Grité y algunas personas se voltearon a ver qué sucedía. Él aprovechó para recostarme a una columna y apretujarse contra mi cuerpo, en tanto me susurraba al oído:
–Usa tu imaginación, amor. Cierra los ojos y recréate. Sueña que estás en otro sitio, en nuestra casa, en la playa, donde quieras. Usa tu imaginación, puta. Piensa que es mi lengua la que te lame el clítoris, mis manos las que te frotan el pubis, mi sexo el que te está penetrando. Usa tu imaginación, zorra.
–Sí, sí, sí –decía yo, entregada al goce, transportada por aquellas palabras que siempre me calentaban y percibiendo como él regulaba el telecomando según me iba hablando. Su tono de voz dejaba entrever su excitación, aumentando aún más la mía. Volví a sentir la proximidad del clímax y me rendí a él sin la menor resistencia.
(Publicado por cortesía de Anamar González y los editores de Voyeur)
3 comentarios:
Ufff, que historia, conseguiste calentarme.
Gracias a Caballero Audaz por publicar mi relato, el cual cuento entre mis favoritos. Me alegra que haya conseguido calentarte, Cachonda, precisamente ese es el objetivo de un relato erotico. Besos, Anamar
ufffff
baje mi mano hasta mi clitoris y no pude parar hasta haber terminado
muero por uno de esos aparatos!!!!
Publicar un comentario